sábado, 22 de enero de 2011

Una presencia




Por Alonso Cueto

De todos los momentos que nos quedarán siempre de esa vida, hay algunos que aparecen rápidamente: su voz fluida y dramática en clase leyendo el famoso pasaje de “El Aleph”; sus explicaciones minuciosas sobre el signo lingüístico; sus tardes tomando té y tostadas con mermelada en su casa de General Borgoño y luego en la avenida La Paz; su recitación de “Las Soledades” de Góngora, con las adiciones de Dámaso Alonso; sus bromas sobre los militares, en los tiempos de la dictadura velasquista (algunos animales son multicolores pero los gorilas tienen color uniforme, era una de sus variantes); la presencia siempre fiel, inteligente, generosa de Sara en las conversaciones con él y otros amigos; su pasión por la medicina; la compañía de sus hijos, sus hijas y sus nietos, de los que se sentía siempre tan orgulloso (incluso decía que había logrado gustar de la música de rock gracias a algunos de ellos); el discurso que lanzó la víspera de las elecciones del 2000, contra los abusos del gobierno fujimorista, cuando dijo que debíamos construir un país “a la altura de nuestra esperanza”; las ocasiones en las que aceptaba presentar libros a cualquier estudiante que se lo pidiera, con tal de apoyarlo en su aventura editorial; sus intervenciones siempre escritas en las presentaciones de libros; las anotaciones minuciosas, irónicas, certeras que hacía a cada trabajo en las reuniones de los jurados; los chistes que contaba siempre con entonación variada; sus caminatas de una hora siempre en las mañanas; su obsesión por la enseñanza y su frase repetida: “Nunca me pierdo mi clase de las ocho”; sus ensayos y confesiones, en “Temas lingüísticos” y en “Los trabajos y los días”; la ovación de pie, de varios minutos, con que lo recibió el auditorio de la Universidad Católica en la ceremonia del doctorado en diciembre; sus manos moviéndose de arriba abajo, tratando de detener los aplausos, y sus sonrisas aceptándolos; su frase según la cual el maestro es un sembrador que pone una semilla en un alumno y que debe retirarse de la escena cuando lo ve triunfar; su pasión por Góngora, El Lunarejo, Cervantes; esa expresión de ojos profundos, en la que no estaba ausente un matiz de picardía; la elegancia de su modestia, cuando recibía elogios; su pasión por los juegos de palabras y por las palabras, en general; la tarde en la que tocó al piano una pieza llamada “Las piernas de Carolina” y lo dijo; las interminables noches en su casa, haciendo el geniograma (en una ocasión, en su casa, nos faltaba una palabra para terminar un geniograma difícil, y cuando lo dimos por perdido y me estaba despidiendo de él, a la una de la mañana, me dijo: “No puede quedar así. Vamos a completarlo”. Y lo hicimos).

Su persistencia, su gracia, su generosidad. Su sabiduría, su profunda inteligencia, su humor. Todo eso abona en la cuenta de una gran vida, una vida que nos va a servir a los demás para seguir viviendo, como él siempre quiso y quiere.

Publicado el 21/1/2011 en El Comercio

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