jueves, 20 de enero de 2011

NO FUE EN VANO




Por Luis Jaime Cisneros

En 1968 yo ya no tenía veinte años, y me aprestaba a asumir el decanato de Letras en la Católica. Nadie podía sospechar ¬al iniciarse el año¬ que dejaría huella profunda en el espíritu de muchos de nosotros y en la conciencia cívica del Perú. Nadie podía sospecharlo, y menos quienes ejercían el gobierno. Ahora me piden opinar sobre lo que fue la generación universitaria de entonces. Ocurre que será la mía una opinión de quien no ha sido protagonista de los hechos, y no me opongo porque, a la postre, siempre terminamos opinando sobre los acontecimientos quienes hemos sido solamente espectadores (pero no gratuito en mi caso). Ante todo, ahora que me pongo a pensar en los muchachos de entonces (viejo alarde de memoria), no sé si entonces tuve la sensación de que constituían una generación. Ahora que veo y leo que entre ellos mismos discrepan de haberla constituido y la dan por muerta, los veo mejor integrados en una sólida unidad (muchachos de fe en sus ideales, rotundos, limpios, hechos para la actividad y para la gloria) y comprendo que, a pesar de sus actuales reservas, constituyeron, sí, un grupo generacional y constituyeron en su momento la imagen sincrónica de la promesa peruana postulada por Basadre. Claro es que ayudaron a renovar muchas cosas (en la realidad y en la esperanza) y muchos persistieron luego, ya fuera en la lucha política gremial, en la campaña parlamentaria, en la persecución o el destierro.
La gente se asusta porque algunos cambiaron de ideas y de credo, como si tales cambios no estuvieran previstos en el curso de la historia. Hay quienes entre ellos mismos se muestran arrepentidos o se sienten defraudados, y hasta afirman que o bien han fracasado, o bien nunca constituyeron la generación del 68. Yo que los vi surgir y que fui obligado testigo de su presencia, y que me he acostumbrado, por razones profesionales, a juzgar a los hombres y a los acontecimientos con prudencia y calma; y que he podido confrontar la fogosidad con que expresaban su inquietud cívica frente a la aparente indiferencia de las promociones que siguieron hasta 1993, puedo decir con toda verdad que nada de lo que realizaron resultó vano e intrascendente. Los de mi generación sabemos bien que todo lo que vino después (lo malo y lo peor) fue previsto en muchos aspectos por los jóvenes del 68; y que cuanto hubo de positivo y progresista reconoce como impulso orientador la voz y la inquietud de aquellos muchachos. Y no quiero centrar todo en la vida universitaria, pero quiero recordar que por el impulso de aquellos jóvenes tuvimos un claustro pleno en la universidad, inauguramos el cogobierno en la Católica. Esa gana de proclamar la inconformidad con lo enquistado, la voluntad de ser claros y honestos (voluntad que felizmente la juventud conserva acrecentada), ese asco por la mentira en las actitudes, de alguna manera han servido para respaldar los avances democráticos que hemos ido consiguiendo, a regañadientes de tanto uniforme, y son los que nos mantienen alertas hoy frente a algunos asomos de entusiasmo uniformado. Cuando leo y releo tres libros de los últimos tiempos (El desborde popular, de José Matos; Buscando un Inca, del inolvidable Alberto Flores Galindo, y El otro sendero, de Hernando de Soto) comprendo cómo no se puede olvidar el pasado, y cuán tonto es negarlo como si no hubiera existido y le hiciera daño al presente. Estas horas que vivimos son el futuro previsto por esos muchachos del 68, del mismo modo como lo son en Europa para quienes en aquella fecha soñaron con cambiar el mundo. No lo cambiaron en la dirección apetecida pero los beneficios de que ahora nos vanagloriamos son en parte fruto de aquella desazón, de aquel entusiasmo, de aquella energía; signo de una voluntad generacional. Así la veo; y cuando hoy los veo congresistas, funcionarios, diplomáticos, siento que nada de lo vivido hace treinta años ha sido en vano.

Publicado en octubre de 1997 en la Revista Quehacer Nº 109

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