martes, 12 de octubre de 2010

Respuesta a Günther Grass



En la reunión del PEN Club en Nueva York, en enero de este año, Mario Vargas Llosa se refirió al papel que han desempeñado, con frecuencia de manera innoble, los intelectuales de America Latina en la lucha por la democracia. La intervención de Vargas Llosa desató las iras de Günter Grass, quien lo acusó de interpretar mal la realidad política de América y lo conminó repetidas veces a pedir disculpas por sus declaraciones sobre los cortesanos (y no “cortesanas’: como malamente tradujo Excélsior), que son algunos escritores de nuestros países. La carta de Vargas Llosa intenta poner fin a una polémica que durante meses ha ocupado las páginas de diarios españoles y alemanes. Letras Libres



Respuesta de Mario Vargas Llosa a Günther Grass

Curiosa manera de polemizar la suya, amigo Günther Grass. Cuando la universidad Menéndez y Pelayo lo invitó a que dialogáramos, en Barcelona, sobre nuestras discrepancias, rechazó la invitación. Pero ahora, en el congreso del PEN internacional, en Hamburgo, al que me fue imposible asistir, ha polemizado sin descanso conmigo, un interlocutor fantasma, que no podía responder a sus cargos ni a sus bravatas. Lo hago ahora, por escrito, con la esperanza de que esto ponga punto final a una polémica que comenzó mal y que, por lo demás, no parece haber servido de gran cosa.

En la reunión del PEN en Nueva York, en enero, sostuve que el talento literario y la brillantez intelectual no son garantía de lucidez en materias políticas y que, en América Latina, por ejemplo, un número considerable de escritores despreciaban la democracia y defendían soluciones de corte marxista-leninista para nuestros problemas. Me permití, también, una humorada. Especulé que, si se hiciera una encuesta entré nuestros intelectuales partidarios y adversarios de la democracia, acaso ganarían estos últimos. Cuando usted afirmó que era inaceptable suponer algo así, porque conocía muchos exiliados intelectuales de América Latina que eran sinceros demócratas, le contesté que enhorabuena y que albricias. Le repito ahora que nada me alegraría tanto como que usted tenga razón y que yo esté equivocado. Ojalá hubiera en América Latina una mayoría de intelectuales que haya optado de manera clara a favor del sistema democrático y en contra de las dictaduras, sean éstas de izquierda o de derecha.

Naturalmente que aquella encuesta no se puede realizar y que sólo se puede hablar de ella en términos hipotéticos. Pero mi pesimismo no es gratuito ni me anima en lo que dije el propósito de insultar a mis colegas, como usted, hablando para la galería, ha dicho en Hamburgo. En este tema, el de la realidad política de América Latina, tengo seguramente más experiencia que usted, ya que de nuestros países entiendo que sólo conoce Nicaragua, en una breve visita que, por otra parte, según ha revelado Xavier ArgüelIo en una carta a The New York Review of books, estuvo cuidadosamente planeada por el régimen para que sólo viera y oyera lo que a éste convenía.

A diferencia de lo que ha sucedido en Europa Occidental, donde, desde los años sesenta, numerosos intelectuales progresistas han hecho una profunda crítica del socialismo real y denunciado sus crímenes, en América Latina, con pocas excepciones, nuestros intelectuales siguen practicando la hemiplejía moral que consiste en condenar las iniquidades de las dictaduras militares y los atropellos que permiten a menudo las democracias, y en guardar ominoso silencio cuando quienes cometen los abusos son regímenes socialistas. Al aprobar el Congreso de los Estados Unidos la ayuda de 100 millones de dólares para los contras, me apresuré a protestar por lo que considero la intolerable agresión de un país poderoso contra la soberanía de un pequeño país, y no me cabe duda que esta protesta coincide con la de innumerables escritores desde México hasta la Argentina. ¿Cuántos de ellos estarían también dispuestos a protestar conmigo por la clausura del diario La Prensa, en Managua, medida que pone fin a todo tipo de crítica y de información no oficial en la Nicaragua Sandinista?

Porque la magnitud de las desigualdades económicas y de las injusticias sociales lo impacientan, o porque los horrores de las dictaduras militares que hemos sufrido (y que aún sufren países como Chile y Paraguay) lo exasperan, y porque la ineficiencia y la inmoralidad que suelen acompañar a nuestros gobiernos democráticos lo llevan a desesperar de una solución pacífica y gradual para los males del subdesarrollo, el intelectual progresista latinoamericano cree aún en el mito de la revolución marxista-leninista como panacea universal. Esta ilusión le ha impedido oir la denuncia sobre la realidad del Gulag de los disidentes soviéticos y sacar las conclusiones debidas sobre acontecimientos como el fin de la Primavera de Praga, las luchas de Solidaridad o la fuga de los 100.000 cubanos por el puerto de Mariel. Y, lo que es más grave todavía, impide aún a muchos de ellos reconocer que, con todas sus imperfecciones, el sistema democrático es el menos inapto para hacer frente a nuestros problemas, y, en consecuencia, apoyarlo sin medias tintas.

Como dije en Nueva York, el apego o desapego de sus intelectuales hacia la democracia no es un problema académico sino un hecho crucial del que en buena parte depende el futuro de América Latina. Democracia, como socialismo y libertad, es una palabra prostituida por el uso contradictorio y confusionista que se hace de ella. Todo el mundo se proclama democrático: Desde Moammar Gaddafi hasta el ayatola Jomeini, pasando por Kim il Sung y el general Stroessner. Pero para usted y para mí debería ser fácil establecer la línea divisoria entre los genuinos regímenes democráticos y los impostores. Ya que, a pesar de nuestras diferencias, tengo la impresión de que ambos, cuando hablamos de democracia, decimos la misma cosa y nos referimos a aquello que los marxistas-leninistas suelen caricaturizar como democracia formal.

Pues bien, si este sistema de legalidad y libertad, con elecciones, sindicatos independientes, partidos políticos y parlamentos, representativos contara en América Latina con el respaldo decidido de nuestros intelectuales progresistas, él sería menos deficiente y menos frágil de lo que actualmente es. Su fragilidad no resulta, sólo, de nuestros desequilibrios sociales y de la miseria de grandes masas humanas, o de los sabotajes que andan tramando contra él sectores militares y plutocráticos; también, de la hostilidad que merece a quienes en sus escritos y pronunciamientos han contribuido en gran parte a devaluarlo. Ése es básicamente el sentido de mi crítica: que por razones a veces nobles y a veces innobles -el temor a ser satanizado como reaccionario, por ejemplo- muchos intelectuales latinoamericanos han ayudado al colapso de nuestros experimentos democráticos.

Déjeme citarle el caso de mi país, donde el sistema democrático, que recobramos en 1980, cruje y se resquebraja a diario por obra de la violencia política. La organización que ha desatado el terror, Sendero Luminoso, no nació en una comunidad campesina ni en una fábrica, sino en una universidad, y sus fundadores no fueron obreros sino profesores y estudiantes universitarios, que, sin duda, jamás pudieron sospechar que sus insensatas justificaciones de la violencia como "partera de la historia" desembocarían en el baño de sangre que vive hoy el Perú. Los crímenes que se cometen no son, por desgracia, sólo de un lado; también de quienes deberían velar por la legalidad, como ha probado el asesinato de varias decenas de senderistas en las cárceles de Lima, durante un motín, que cometieron miembros de la Guardia Republicana, según ha denunciado el propio presidente de la República. Dentro de un contexto semejante comprenderá usted mejor, tal vez, la vehemencia con que defiendo la opción democrática para América Latina. Ella es la única posibilidad que tenemos de poner fin, o al menos atenuar, la sobrecogedora violencia que los dos extremos ideológicos están dispuestos a aplicar sin el menor escrúpulo, y la mayoría de cuyas víctimas son, siempre, seres, humildes e inocentes que ignoran -y acaso ni siquiera entenderían- las elaboraciones intelectuales de quienes creen que el fin justifica todos los medios, incluido el asesinato ciego de la población civil.

Me ha censurado usted por haber dicho que, en las sociedades comunistas, el poder ponía al escritor en el dilema trágico de ser un cortesano o un disidente. Admito que la división entre cortesanos y disidentes es esquemática y la retiro. Ella soslaya, en efecto, aquel matiz que representa un buen número de escritores que, haciendo esfuerzos admirables, se las arreglan para, sin romper con el socialismo, mantener una cierta distancia crítica hacia el régimen de su país. Cuando fui presidente del PEN internacional pude comprobar, en efecto, los riesgos que estaban dispuestos a correr muchos escritores polacos, húngaros y de Alemania Oriental para expresar sus opiniones independientes. Sé que ninguno de ellos aceptaría ser llamado disidente y sé que sería injurioso llamarlos cortesanos.

Hecha esta rectificación, vayamos al fondo del asunto. Mi crítica no iba dirigida a los escritores de los países comunistas, sino al sistema del que son víctimas. Porque lo cierto es que los regímenes marxistas-leninistas no permiten la neutralidad ideológica, y para impedirla han establecido unos métodos de censura tan perfectos como ridículos. Es una de las objeciones frontales que cabe hacer a la doctrina que nació para "encarnar" las ideas en la historia. Haber convertido el pensar y el escribir en una actividad tan aséptica y tan insulsa como lo era en las colonias hispanoamericanas en el siglo XVII, cuando nuestros poetas y pensadores, paralizados por el miedo a la Inquisición, tornaron nuestra literatura en un ritual de tópicos o de huecas acrobacias verbales.

Sé muy bien todo lo que hace el comunismo en favor de la literatura. He visto con mis ojos cómo se multiplican las bibliotecas y cómo los libros se abaratan y reeditan en ediciones masivas. Y he visto, sobre todo, cómo en los países comunistas la literatura que llega al gran público no se ha frivolizado como ocurre, por desgracia, en muchos países libres, donde el consumismo tiende a relegar la literatura de creación a auditorios minoritarios, en tanto que lo que lee el gran público suele ser una pseudo literatura conformista y adocenada. Pero ser lúcido a este respecto no debe cerrarnos los ojos sobre la otra evidencia: la más imperfecta democracia concede al escritor una libertad mayor que la sociedad socialista menos rígida (digamos, hoy, Hungría).

El precio que pagan por su independencia frente al poder los escritores de países comunistas, usted lo conoce: Desde la muerte civil que significa ser expulsado de las asociaciones gremiales, que son las que confieren categoría de escritor y todas las ventajas consiguientes a ella, hasta ver cerradas las publicaciones y las imprentas para sus trabajos y negados los permisos para salir al extranjero o para regresar al país luego de un viaje y ser convertido por lo tanto, sin quererlo, en un “disidente” del socialismo. En tanto que el escritor ofícial, que hace suyas las verdades del poder y acepta ser su publicista, recibe toda clase de prebendas y privilegios, el que quiere preservar su independencia debe hacer frente a multiples acosos y chantajes: a veces la cárcel, a veces la catacumba o el limbo, y a veces -lo peor que le puede ocurrir a un escritor- renunciar a escribir.

Con este telón de fondo quiero situar aquella respuesta mía en Nueva York, a la pregunta de un escritor sudafricano, en la que dije lamentar que García Márquez hubiera aceptado ser un “cortesano” de Fidel Castro. Hasta en tres ocasiones me conmino usted en Hamburgo a pedir disculpas por aquellas frase, so pena -según los cables- de dejar de ser para usted “un interlocutor válido”. (Estas son las bravatas suyas a las que me referí al principio.)

No voy a retirar esa frase. Se que ella es dura pero estoy convencido que expresa una verdad. Dije también algo igualmente severo, hace algunos años, cuando supe que Borges
-un escritor al que tengo como uno de los más originales e inteligentes que haya producido nuestra lengua- había aceptado una condecoración del general Pinochet. Tener un gran talento literario no me parece un atenuante sino un agravante en estos casos. Simplemente no entiendo qué puede llevar a un escritor como García Márquez a conducirse como lo hace con el regimen cubano. Porque su adhesion va más allá de la solidaridad ideológica y asume a menudo las formas de la beatería religiosa o de la adulación. Que un escritor inciense como él lo hace al caudillo de un régimen que mantiene muchos presos políticos -entre ellos varios escritores-, que practica una estríctísima censura intelectual, no tolera la menor crítica y ha obligado a exiliarse a decenas de intelectuales, es algo que, como decimos en español, me hace sentir vergüenza ajena. Y también me alarma, pues poniendo su prestigio al servicio incondicional de Fidel Castro, García Marquez confunde a mucha gente en América Latina sobre la verdadera naturaleza de su régimen.

Probablemente admiro la obra literaria de García Marquez tanto como usted. Y, acaso, la conozco mejor, pues dedique dos años a estudiarla y escribí sobre ella. El y yo fuimos muy amigos; luego, nos distanciamos y las diferencias políticas han ido abriendo un abismoentre nosotros en todos estos años. Pero nada de eso me impide gozar con la buena prosa que escribe y con la imaginación fosforecente que despliega en sus historias. Porque reconozco en él un talento literario poco común, no puedo comprender que, tratándose de Cuba, haya renunciado a toda forma de discriminación moral y de independencia crítica asumiendo resueltamente un papel que me parece indigno de él: el de propagandista.

No sé si usted y yo nos volveremos a ver. Me temo que esta polémica dificulte el que alguna vez seamos amigos. Créame que lo siento. No sólo por el respeto intelectual que me merecen sus libros, sino porque, a juzgar por lo que ha sido su actuación política en su país, creía que ambos librábamos la misma batalla. Pensar que me equivoqué me deja un deprimente sabor a ceniza en los labios.

Londres, 28 de junio de 1986.

Mario Vargas Llosa

lunes, 11 de octubre de 2010

Carta de Cortazar a Vargas Llosa

Carta de Julio Cortazar a Mario Vargas Llosa luego de leer "La casa verde", antes de que esta novela fuera publicada.


Ginebra, 18 de agosto de 1965

Querido Mario:

A esta máquina le faltan todos los acentos; los iré poniendo a mano cuando relea esta carta, pero perdonarás que se me salten algunos. Por paquete certificado te devuelvo la novela, y espero que recibas las dos cosas sin demora. He dejado pasar una semana después de la lectura de tu libro, porque no quería escribirte bajo el arrebato de entusiasmo que me provocó La casa verde. Y sin embargo, ahora que voy a decirte algunas cosas sin pensarlas demasiado, dejando que la máquina vuele casi a su gusto, siento que el entusiasmo no solamente no ha disminuido sino que se ha afirmado, se ha vuelto ya eso que todo novelista quiere para su obra: recuerdo, memoria segura y firme. Quisiera decirte, ante todo, que una de las horas más gratas que me reserva el futuro será la relectura de tu libro cuando esté impreso, cuando no haya que luchar con esa “a” partida en dos que tiene tu condenada máquina (tírala a la calle desde el piso 14, hará un ruido extraordinario, y Patricia se divertirá mucho, y a la mañana siguiente encontrarás todos los pedacitos en la calle y será estupendo, sin contar la estupefacción de los vecinos, puesto que en Francia las-máquinas-de-escribir-no-se-tiran-por-la-ventana).

Sí, leer tu libro impreso va a ser una gran maravilla, porque volveré a vivir el largo viaje de Fushía y Aquilino, que me parece la viga maestra del edificio, o mejor, el hilo conductor de todo el tapiz, como en los diagramas geográficos la línea del nivel del mar parece regir todas las curvas ascendentes y descendentes, las montañas y las fosas submarinas. Y volveré a encontrarme con Bonifacia y con Lituma, con Nieves y con Lalita, para mí los personajes más vivos y logrados de la novela después de Fushía, o junto con él. Fíjate que así, soltándote unas primeras impresiones casi pasionales, te estoy dando ya una opinión sobre el libro; pero me parece necesario decirte, antes de seguir, alguna cosa sobre la totalidad del libro. Bueno, Mario Vargas Llosa. Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo. Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no elogio así nomás a nadie, aunque sea un amigo muy querido).

A todo esto Aurora se había apoderado del primer cuadernillo, y me seguía de cerca, de modo que terminamos casi al mismo tiempo el libro y pudimos hablar mucho y criticar todo lo que encontrábamos criticable, y controlarnos mutuamente para evitar las ingenuidades o los entusiasmos excesivos o momentáneos. Para mí fue una gran alegría que mi mujer sintiera exactamente lo mismo que yo, porque es una crítica severa y tiene sobre mí la ventaja de que es más desapasionada y toma sus distancias y juzga objetivamente. Cuando sentí que ella reaccionaba igual que yo, las pocas dudas que pudieran haberme quedado sobre mi primera impresión se disiparon totalmente. Hoy, a muchos días ya de la lectura, seguimos hablando con el mismo tono del primer día. Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto, como diría alguno de nuestros compañeros españoles. Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro, El siglo de las luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo. Vos sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte hecho lo que sos.

Quizá te moleste este tono un poco exaltado. De acuerdo, bajaré el registro y te hablaré profesionalmente, sin olvidar las críticas que se me ocurren y sobre las que volveremos a hablar cuando nos veamos. Pero como también me ocurre que la novela me interesa profesionalmente, hay algo que tengo que decirte de entrada y sin el menor regateo: en el plano técnico, La casa verde es maravillosa. Yo no sé si alguien ha empleado ya el recurso que utilizas de los flashbacks incorporados a la acción en presente; no recuerdo ningún ejemplo, y pienso que lo has inventado. Cuando lo advertí por primera vez (Fushía y Aquilino hablan en la barca, Aquilino quiere saber cómo se evadió Fushía de la cárcel, y ahí nomás sigue un diálogo entre Fushía y sus compañeros de evasión, para volver después a renglón seguido al diálogo en presente, y otra vez atrás) sentí una impresión casi vertiginosa. Comprendí que conseguías un téléscopage del tiempo y el espacio, que le ahorrabas al lector un montón de ideas y situaciones intermedias, que tocabas lo esencial de lo narrativo, esa elección de lo realmente significativo y necesario, que a su manera todo gran novelista logra. A ese primer acierto técnico, que me sigue pareciendo cada vez más extraordinario, se suman muchos otros análogos; la irritante, a veces exasperante ambigüedad de los planos del tiempo, que exige del lector una atención vigilante, los episodios que coexisten en un solo momento del relato por el hecho de que hay una relación analógica entre ellos y es natural que los acerques (es natural, pero había que hacerlo, y es difícil, como en el relato paralelo de la muerte de Toñita y del aborto de Bonifacia). Es curioso, pero cuando iba llegando al final del libro, antes del epílogo, tuve una sensación que pocas veces he tenido al leer novelas; la de que había como una complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente, puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los desarrollos y los leit-motivs, algo como una estructura simultánea, un enorme pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un inmenso tapiz suspendido delante de los ojos –del oído, si quieres– como una vivencia total y simultánea. No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión musical. No lo entiendas a la manera de una influencia, por supuesto (creo que no eres demasiado melómano), sino de una analogía “estructural”. Yo, que soy melómano incurable, no encuentro otra manera de decirte hasta qué punto la trama de tu libro me parece una especie de potenciación, de proyección hacia ese plano de la arquitectura sonora, sin la cual ninguna obra humana (plástica, literaria o poética) puede superar sus limitaciones. En todo caso, desde el punto de vista de la armazón narrativa, tu libro es uno de los más complejos y más incitantes que he leído en muchos años.

Te prometí las críticas, y paso a ellas para no seguir elogiando de una manera que pueda parecerte indiscriminada. La primera observación viene de Aurora, y yo la comparto. No nos gusta el título del libro. Es pintoresco, y muy por debajo de todo lo que ocurre. Ya sé que un título es cosa difícil, pero trata de imaginar otro. Me gustaría sugerirte alguno, pero no se me ocurre nada. Y ahora, pasando a los personajes, quizá te sorprenda que, para mí, Anselmo no está logrado. Digo que quizá te sorprenda porque en algún sentido debe ser para vos el eje mismo del libro, sin contar que el epílogo está centrado en torno a él. Pues bien, no he logrado “vivir” a Anselmo. Así como Lituma chorrea vida, y Bonifacia, y Fushía, y los inconquistables en pleno, y Lalita, me ocurre que a Anselmo lo veo... literariamente. No entiendo demasiado su llegada, la fundación del prostíbulo, su decadencia, me fastidia un poco cuando está viejo y trabaja para su hija, no llega a emocionarme su amor por la ciega ni su muerte. Me pregunto por qué, y quizá cuando vuelva a leer el libro lo descubra.

En líneas generales siento como si la segunda parte de la novela estuviera algo por debajo de la primera, pero es que hay una tal variedad y una tal fuerza en todo lo que ocurre al principio y hasta la mitad, que uno queda un poco como un perro apaleado y puede ser que entonces influya alguna fatiga hasta física. No te preocupes por esta observación, que puede ser demasiado subjetiva. Pienso también (hice una nota para indicarte el lugar exacto, pero la he perdido) que algunas referencias “explicativas” están completamente de más, a menos que sean irónicas y se me haya escapado la intención. Me refiero a una parte donde das algunos datos geográficos sobre el Marañón (u otro río, pero creo que es el Marañón), y lo haces en uno o dos párrafos que parecen intercalados didácticamente, y que me molestan por eso. Precisamente lo estupendo del libro (ayer se lo decía a Deustua) es que la descripción de la naturaleza, que es fundamental en la novela, está de tal manera fusionada con la acción, que jamás se da uno cuenta de que tú le estás mostrando al lector cómo es un claro del bosque, una curva del río, una calle de la ciudad. Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente, escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia personal. El clima general del libro (sequedad y arena y viento, o calor húmedo y alimañas y pantanos) surge con una fuerza tremenda, y alguna vez que me he detenido a analizar un par de páginas para ver cuál era la acumulación de detalles que provocaba esa fuerza, he visto lo que te digo más arriba, es decir, que te basta contar a tu manera para que todo se dé en una misma instancia narrativa, sin esa separación escolar entre “descripción” y “acción” que es propia del novelista común.

Hablando de descripción, se me ocurre que así como en la edición de La ciudad y los perros Seix Barral incluyó la foto del Leoncito Prado, estaría muy bien que en La casa verde hubiera un mapa. Los no peruanos tendríamos un gran placer en ubicar mejor el escenario general del libro, y creo –es una idea de Aurora, que como ves colabora bastante en esta carta– que si la cubierta del libro fuera un gran mapa de toda la Amazonía (abarcando el lomo y la contratapa), en esa forma se eliminaría lo que tiene de pedante o “científico” un mapa en el interior del libro, y a la vez el lector se daría el gusto de situar a Iquitos o de imaginar la barca de Aquilino en algún tramo del río. A esto te agrego que un pequeño glosario no sería inútil; las diversas tribus indígenas, y unas cincuenta palabras-clave del libro, merecerían una explicación. Uno las va comprendiendo por el contexto, pero comprenderás que los no peruanos estamos a veces un poco perdidos. Silabario puta, soldado carajo, che. Chuncha de la madre, calato, gamitana o zúngaro, silabario jodido, che Mario.

Última cosa: Creo que nunca le das su verdadero nombre al Pesado, pero al final, cuando se ha casado con Lalita, le das su apellido y el lector se queda desconcertado hasta que lo reconoce. O le suprimís el apellido (creo que sería lo mejor, porque uno ya es amigo del Pesado, y no tiene otro nombre que ése) o se lo das un par de veces al comienzo para que no sorprenda al final.

Bueno, yo creo que por esta vez ya está bien. Espero no haberte aburrido demasiado, pero cuando nos encontremos (alguien susurra que venís a Ginebra en estos días, y sería estupendo, porque nosotros estaremos hasta el 27 y podríamos quizá encontrarnos todavía) volveremos a hablar mucho de tu libro. Te agradezco que me lo hayas confiado así, en manuscrito; me permití prestárselo a Raúl, que lo había leído sólo en parte y quería terminarlo. Otros me lo pidieron (Girbau, por ejemplo), pero me negué, porque no me sentía autorizado a hacerlo.

Perdóname la improvisación de esta carta, dale un beso a Patricia de parte de Aurora y de mí, y un gran abrazo de este hermano tuyo que se siente tan feliz de haberte escrito esta carta,

Julio [Cortázar]


[P. S.] Oleriny me manda una postal, y dice que no le has mandado el libro. Me pide que “pierda dos palabras en su favor”. En checo, supongo que quiere decir que te recuerde que le gustaría recibir la novela. No tengo aquí la dirección de Chermak en Praga. ¿Podrías hacerle llegar las líneas que te envío adjuntas? Muchísimas gracias.